miércoles, 10 de octubre de 2012

Entre Málaga y Granada, Acantilados de Maro-Cerro Gordo (2)


Vuelves. Está tan cerca, casi al alcance de la mano. No tienes que atravesar páramos desolados para llegar a uno de los lugares escogidos por los dioses. Aunque no es lo mismo, piensas, y preferirías dedicar una o dos jornadas de tedioso viaje para ir a donde crees se encuentra el paraíso terrenal, para arribar a una tierra conocida o no, en la que buscas el lugar –tal vez inexistente- que aúne los sentidos en uno, en donde confluyan materia y alma.  No eres consciente, aunque a veces te preguntas si el objetivo de la vida, de la tuya, ha sido siempre el mismo, tu búsqueda primordial, el encontrar el sitio en donde todo quede en suspenso, en donde el tiempo parado haga innecesaria la respiración, como un útero cálido y sedoso que te envuelva, sin paredes, abierto e infinito. Varias veces lo has rozado, han sido visiones aproximadas, y aunque tu mirada se empeña rebuscando en todos los rincones en donde tu pie se posa, hace tiempo que has renunciado al encuentro, que dudas de su existencia, y lo más triste es que hace mucho que ni siquiera rozas las antesalas de tu quimera. Hace tiempo que te conformas tan sólo con llegar a lugares hermosos. Y, ahora, vuelves a uno de ellos. Está muy cerca, casi al alcance de la mano. No está cubierto de verde, tu verde anhelado, pero es muy bello. Lo descubriste el pasado año y retornas con la intención de intensificar los paseos por sus caminos. Y, sobre todo, eligiendo los momentos para realizarlos. Planificas y cronometras el ocaso de un día de mediados de septiembre, en donde la luz va siendo diferente, luz dorada y cálida que va dejando atrás los resplandores del estío. Tu alegría crece ante una de las mejores puestas de sol que has vivido. Sí, sin duda, ese es el mejor mirador de unos acantilados que te fascinan, piensas.












Y piensas en repetir la experiencia antes de abandonar la zona. El momento apropiado llega, y quieres compartirlo, con alguien muy cercano que te visita y que crees no conoce aquella tierra como tú. Lo propones. Ya he estado allí, dice para tu sorpresa, unos amigos me llevaron para contemplar la puesta de sol. Pues volvamos a ir, contestas. Subís al coche, apresurados para que el sol no se escape, y llegáis de nuevo al lugar que te fascina. No, no, aquí no es, te dice. El lugar al que me refiero está más alto, junto a una torre. Piensas que sabes cual. Una torre que está en tu memoria, un lugar de vistas extraordinarias, al que se accede a pie y que conociste una luminosa mañana del año anterior. Buscas con la mirada, la señalas en el horizonte.












No, no, oyes, tampoco es allí, es una torre más alta, un lugar desde donde pueden verse las dos vertientes de los acantilados, la de Málaga y Granada. Hacia poniente, la recortada costa repleta de calas escondidas de Maro, Nerja, y sus montañas; hacia levante la hondura de la Herradura y Almuñecar. Y de pronto, te ves siendo esta vez tú quien se deja llevar, quien espera que le muestren un nuevo lugar en donde poder contemplar la caída de la tarde. No dices nada, a pesar de la descripción que acabas de escuchar, piensas que no será más hermoso que tu atalaya; tal vez por ello en el camino no preguntas demasiado y te distraes comentando datos sobre las impresiones que te causa la zona y sobre los lugares visitados.

Abandonáis la antigua carretera nacional y subís por otra en mal estado y zigzagueante. Tu atención, poco a poco, se va concentrando en el ascenso. Es precioso lo que ves. Llegáis al fin del camino. Bajas del coche; te sorprende el panorama. Es increíble. Ha sido todo un azar estar allí, podrías haber vuelto mil veces a esta tierra y podrías haberte marchado todas sin conocer ese camino concreto que pasó desapercibido en los mapas que sueles mirar. Pero si hace dos días estuvimos ahí mismo, en todo lo hondo, exclamas, en una cala preciosa; lo dices como si fuera inadmisible tu presencia en un lugar tan cercano a aquel, como si fuera inadmisible tu ignorancia. Comienzas a hacer fotos, aun a sabiendas de que no podrán plasmar la belleza del lugar. De nuevo, te instan a seguir, a no pararte, el sol se va. Ascendéis casi corriendo, sin aliento, un camino a pie, un caminito cuajado de piedras, entre pinares que huelen a gloria. Y, por fin, la torre. Otra vez cámara en mano, y de nuevo la insistencia en proseguir un poco más.






Traspasáis  la torre y continuáis, rápidos, hasta el vértice del acantilado, el que divide las vertientes, tierra aérea entre Málaga y Granada.

¡Oh!, una pena…, escuchas a unos pasos de ti.

Han sido demasiados los altos en el camino, demasiadas fotos, demasiado tarde... no habéis llegado a tiempo, el sol se ha ido. Pero… qué más da...

En ese momento te da igual ya que el sol pueda o no verse. Parece como si los sentidos se fundieran, como si materia y alma confluyeran, como si tus pulmones no necesitaran aire en un tiempo suspendido, como si un infinito y transparente útero te envolviera. Y aunque sabes, o crees saber, que no es el lugar de esa tu búsqueda, e intuyes que es solo una visión aproximada como otras que tuviste hace tiempo y que temías no volverías a tener…  hay una gran diferencia... en los otros lugares la emoción se desbordó tranquila pero, ahora, ni siquiera un esbozo de lágrima es capaz de brotar en la quietud extrema, en el silencio inmenso, silencio extraño que no conocías y ahora escuchas, pleno silencio de un lugar en el que te quedarías siempre, así, sin movimiento, mirando y sintiendo, no sabes bien qué.







 









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